PALABRERIA

Ya estamos completos

—Ya estamos completos —dijo el tipo rubio mientras sujetaba la puerta para que aquella no se abriese más, pretendía que yo no alcanzase a ver qué escondía en el interior del local.

Me resultó extraño. Todavía faltaba más de una hora para que la función comenzara y el rubio ya la daba por solventada. Miré, más no vi a nadie merodear por los aledaños ni los alrededores de la sala de conciertos, ni en ese momento ni en anteriores. Tan solo  la tapia del viejo y destartalado almacén por un lado. Por el otro, el remolque del trailer y unos cuantos de coches vacíos. A ese tipo de aburrimiento había que enfrentarse. Buen rato llevaba yo, más de una hora sentado y observando desde mi posición todo cuanto allí acontecería. Esperaba a que hubiera más de ambiente, pero no ocurrió así, pues la única que en la penumbra de la calle, además de mi persona, se hallaba era un pobre guarda jurado que protegía de los cacos (cuando los hubiere) el asalto a esa obra sin terminar que allí lucía como patrimonio del espanto.

Ese «ya estamos completo» me dejó perplejo. Pensé en las pocas ganas que parecía tener el bajista (el que toca los bajos, no el músico) de ofrecer la función. El rubio reía con inusitada sonrisa y gestos de asfixia que invitaba al engaño. Se mostraba como si él, de forma contraria, hubiera sido parte de una banda que ya hubieran terminado su actuación. Cosa que no era así.

Desprecié su gesto, también su comentario y su farsa sonrisa, y me vestí de sordonauta. Me puse mis cascos y dejé que la grave voz del mágico y conmovedor Doug MacLeod, con su «A Soul to Claim», llenara de emoción mis tímpanos. Sin embargo, y así, sin esperarlo, tras esos reclamos y acordes, una atractiva mujer salió a escena. Y, pese a que arrojó su mirada hacia el local, no se aproximó a su puerta. En vez de eso, caminó hacia mí. Vestía con unos pantalones vaqueros bien ajustados y un chaleco color marrón de pico y de amplio escote. Me dijo algo que no entendí, pues seguía prestando oídos al artista. No obstante, su seriedad y su semblante llamaron sobremanera mi atención. Y, sobre todo, su piel tersa y encogida.

 

 

 «Con esta calor que aquí hace… ¿cómo esta mujer tiene tanto frío?… ¿Vendrá de un lugar más cálido?», me pregunté. ¿Pero de cuál?». No hay ningún otro lugar, cercano o relativamente lejano, en el que se venda más calor que aquí.

Luego, al momento, sin hablar, se alejó y equidistante se mantuvo, fue a sentarse entre mi posición y la del portal del local, y junto al rubio formábamos un triángulo.

—¡Esto se va animando! —dijo el rubio, aún sonriente.

Aquello me escamó, la mujer, mirando con descaro, comenzó a tomar anotaciones en las hojas de esa especie de diario que portaba, mientras arrojaba miradas hacia la puerta. Hacia mí también.

«¿Cómo podrá escribir con tan poca luz?», volví a preguntarme mientras Doug MacLeod seguía acariciándome mis oídos. «¡Es de noche!», exclamé por lo bajini. «¡Imposible vislumbrar palabras en tinta oscura!».

Al momento un carruaje tirado por dos caballos pasó frente a nosotros —incapaz fui de apreciar si percherones— y, de manera irremediable, recordé ese refrán que rima en «abaja» y «mortaja».

Fue, entonces, cuando se apoderó de mí un extraño canguelo: «¡¡La parca!!», exclamé pa mis adentros. Y sin pensar, me puse a sumar desencantos a esa manera de comportarme que siempre tuve: la gente que dejé en tierra, pues cuando ellos corrían yo lo hacía aún más; los desprecios que arrojé al más pintado que asomó por mi parcela de la vida; la poca empatía que alguna vez tuve la abandoné hace justo un año en cualquiera de los destierros que no ha mucho he visitado; y el chivatazo que di a mis vecinos en contra del churrero y sus malas artes… Esas fueron algunas de mis malas acciones que ahora revolotearon por mi azotea. Y, tras meditarlo un poco, supuse que tales agravios y afrentas no eran cosa tan grave como para que alguien quisiera cobrarse ya la factura. Sano me hallo.

El artista estadounidense, no obstante, seguía hablando de reclamar un alma. Y yo, con ese atuendo de ateo que visto, colgado me quedé de la palabra: «¡Imposible!», me dije. «¿Acaso ahora he de creer en religión alguna?». Cielo e infierno forman ambas caras, y yo llevaba mucho tiempo aferrándome al canto. Yo, que gran amistad le cogí al Zaratustra del que con tan poca vista me habló el nihilista alemán. Y así, sin más, tuve que sumarla a la cuenta de ofensas que me hasta ahora me había procurado. Sin embargo, me detuve por un momento.

«¡Imposible!», volví a repetir cuando una pareja de ancianos pasó frente a nosotros. Ella se sujetaba a un carrito de andar. Él, con un demacrado sombrero cordobés, relataba sus leves dolencias. La parca no dejaba observar, tampoco de escribir.

Un taxi se aproximó, apesadumbrado tras esquivar la tragedia en el último cruce por el que pasó; por poco no deja sus huesos en el camino de tierra. Al instante, el tipo que hubo solicitó su presencia no hacía más que preguntarle por algo que ya le había sido respondido. Miré al taxista con sorna. Él, sin saber que allí estaba la febril mujer —entretenida con sus anotaciones—, me regaló una peineta. Yo no respondí, pues mi risa no iba dirigida hacia él. Sin embargo, el tipo de la puerta; el rubio, le soltó un «al infierno irás» con una sonrisa perversa. Luego, casi sin detenerse, miró hacia la parca. También él la descubrió. Por un momento me calmé. Pensé que no vendría por mí.

Pero, pese a todo pronóstico que yo hiciera, el taxista arrancó y se fue tan raudo como llegó. Los viejos también habían desaparecido. Y allí quedé yo, otra vez sentado bajo la penumbrosa calle y formando parte de aquel tridente de mala muerte. 

El carruaje volvió a pasar. Ya imaginaba cómo sería el ataúd cuando tres tipos salieron de la nada. Aprovecharon que el guarda entró en uno de esos «WC químicos» que siempre acompañan a toda obra, y sin más, entre los tres, lo tumbaron con el tipo dentro.

Se oyeron fuertes risotadas y raros lamentos, incluso alaridos de dolor. Pero las risas fueron más. Hasta las del rubio se oyeron. Ella, la mujer, parecía imperturbable, en silencio se mostró, solamente hablaba su pluma.

Sí, fue una broma la que le hicieron al guarda. Eso pareció. El guarda, en el interior del aseo portátil, quedaría manchado por su propio orín o excremento. Al menos así lo creí. Mas así no fue. De alguna manera, no sé cómo (no busqué explicaciones al suceso), el guarda sufrió un severo golpe que fallecido lo dejó. El carruaje , mortaja incluida, al momento se fue. Y yo, masticando me quedé con ese sabor a injusticia.

—¿Dónde está el quién hace lo paga? —me exalté sin más.

La parca, con su negra libreta ya cerrada se me acercó.

—La china le toca a quien le toca. —Cosa que ya sabía—. Da igual si se invierte poco o bastante en el traje de pino. ¿Viste los tres que lo ajusticiaron? —Sin mediar palabra asentí—. También quedaron anotados en mi libreta, y tú también. Pero ¡Tranquilo! Ya habrá otro día en el que vendré a visitarte, porque… tres, dos, uno.

Dejar una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies

ACEPTAR
Aviso de cookies