PALABRERIA

Tú me has escupido

 

Hay lugares maravillosos y románticos por los que pasear, pero hay veces en que también los visitamos para desahogarnos.

«¡Sí! ¡Tú me has escupido!».

 

 

Fue lo que escuché mientras me hallaba a los pies de la estatua de Aníbal González y contemplaba la agradable acogida que la Plaza de España ofrece al visitante. Le contaba al arquitecto qué tan magnífico es el monumento, y qué tan idóneo es el lugar para… —y fue cuando en los tortolitos me fijé— incluso el desamor.

La pareja caminaba un tanto absorta en sus reproches —que siempre digo que no se puede amar a fuerza de ellos—. Paseaban sin sujeción de manos ni de talles, sin importar quiénes se prestaban a la escucha de su disgustado canto.

«Porque yo esperaba, mientras que tú buscabas el charco para ensuciar mis claros deseos». La queja tendría que haber provocado en mí la misma reacción que en otro dúo de enamorados que se sobresaltaron por las maneras que el otro par utilizó para expulsar al viento sus mensajes de desencantos.

«Por mucho tiempo lo hiciste, pues siempre vas buscando el resbalar (otra vez), y con fingido descaro, sobre el duro sílice».

La desastrosa rima de tan dolosa poesía tuvo que haber causado otro tipo de reacción en mí. ¡Sí! Debí de irme. Sin embargo, luego recapacité. Y no es cuestión de ser portador del chisme, sino de posición, pues yo ya estaba allí cuando ellos se aproximaron a mis elucubraciones. Yo buscaba coser mis escritos a una hermosa musa. ¿Por qué entonces iba a irme? Y ahí permanecí, no me moví. Pero tampoco les pedí que junto a mí se quedasen.

Sí, atisbé hacia donde los dirigía el rumbo de la conversación. Hablaron de sus años de despreocupación, de rumbos que parecieron uno cuando, en realidad, eran dos caminos que cada vez más se distanciaba el uno del otro. El reproche se agudizó cuando expusieron los términos que ambos eligieron para, tiempo atrás, sembrar la semilla del recuerdo en la mirada de aquella otra media naranja, pero que jamás sirvieron de buenos poses para fomentar el cariño entre ambos.

«Y nunca navegué por tu océano de sentimientos; para ti nunca estuvieron presentes mis anhelos». Comenzó ella con una alegoría que se aletargaría por minutos mientras él, bajo el desacuerdo de la escucha, masticaba la tragedia del desamor.

«Admitiré que alguna vez quedé atrapada bajo tus aciertos de diana», proseguía ella. «Muchas otras, sin embargo, tras un «¡no sé!», llegué a pensar que de incautas maneras corrías por la acera equivocada». «Dime… ».

Las quejas eran bien duras. El tipo se defendió aproximándose e izando su recto estandarte bélico que siempre ha de portar todo guerrero cuando el guerrero busca descargar su furia en los senos de su hembra. Y aun cuando ella supo reconocer que los hachazos fueron certeros sobre la brecha, dejó caer que el «chachachá» del joven pocas veces alcanzó el soniquete de gemidos que se oculta tras el golpeteo contra la madera.

«¿Por qué, de repente, he de darte la razón?», la contrariedad del muchacho saltó.

Ella entonces recapacitó y le habló de la sinceridad que ocultó cada vez que se dejaba caer, alegremente derrotada, a los pies de su señor. Pero añadió: «¡Sí! Reconozco que es verdad. Pero a veces cumpliste con ello de manera escrupulosa». 

Ese “justo y necesario” hizo enfadar al muchacho. Yo, mientras la pareja dirimía su controversia, anotaba lo sucedido. De repente escuché otros pasos, el alegre «lalalá» de voces de un trío a la estatua se aproximaban y fue cambiando a un tosco «eh, eh, eh». 

La tercera en discordia no comprendía, pero tampoco se fue. Como si del juego de la gallinita ciega se tratase, comenzó a girar sobre la estatua. Su pretexto fue buscar la desencajada mirada de los enfadados amantes en el rostro de la figura de Aníbal.

—¿Acaso es mentira que nunca te empeñaste en penetrar por mis orillas más allá de la obligación que creíste entender? —preguntó la amante como si ya tuviese clara la respuesta.

—Así me hiciste sentir también a mí —se defendió él—. Ya que nunca sujetaste con fuerza el timón de mis entrañas, y nunca prestaste la suficiente atención a aquello que con tanto ímpetu siempre te solicité. Ni antes ni después. Ni ahora.

—Pues…

Llegados a este punto, comenzaron a verse ciertos escarceos de deserción. No quiero recordar por parte de quién. Eso quedó para ellos. Surgieron en sus rostros contrarias decisiones y el abandono de las estrategias que hasta entonces les conducían por el mar de desesperación que se veía en la curiosa mirada de la que daba vuelta sobre nosotros.

De repente, y de tan irremediable manera, ella le preguntó:

—¿Qué prodigios alumbrarás ahora?

De inmediato, me retiré de la pareja y requerí la presencia de la curiosa que buscaba, tal vez, una lección o una experiencia que le sirviera para cuando tuviese que abordar semejante problema.

—Déjales que se aten a la realidad, porque el juego del querer también deja paso al desamor para luego dar paso al polvo que ella le demandó.

—¿Cómo dices? —me preguntó la curiosa—. Si… —La corté.

«Dame algo que nos ate a la realidad». Eso mismo será lo que tú también demandarás. Mas ahora… tres, dos, uno.

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