PALABRERIA

Rememorando la vieja semana

 

Las cuerdas humeantes del saltamontes sonaban aquella tarde de Dolores. Y, pese a que todavía no habíamos entrado en la vieja semana, el trajín del gentío ya resultaba notable en la ciudad. Me posicioné en el mejor lugar —eso creí—. Pretendía vislumbrar tantísimo esplendor. Aunque juro que no fue fácil, pues antes tuve que realizar una larga caminata y esquivar a esos indeseables que siempre, y quizás de un modo inconsciente, te hacen la jugarreta.

 

 

Y es que ya, sentado en mi butaca, y viéndolas venir, me acordé de esas; personas que tienen la innata habilidad por oportuna ley de molestar a los demás en cualquier momento, a cualquier hora, y en cualquier lugar. Seguro que alguna vez te has tropezado con uno de estos ordinarios seres cuando vas por la calle y a toda prisa te rebasa para luego, sin venir a cuento, pararse en seco a contemplar, cual ministro del aire, el ambiente que se respira por las céntricas calles de la capital.

Pues con los coches pasa igual; lo sabes.

Ahora, a todos estos hay que sumarles que van con mascotas. Quisiera pensar que es por despiste, pero sortear tantos marrones de baches —que malolientes siempre intentan adherirse a la suela de tu calzado— no es algo agradable, ni siquiera soportable. Hay veces, muchas más de las que quisiera, que desearía que mi hada madrina me concediera un único deseo: devolver a “los despistados” los excrementos que regalaron cuando caminaban por las aceras, plácidamente y a manos de sus perros, dejando el regalo —oculto tras el gris colorido del suelo y tras las muecas de las duras aceras— a los pies de los demás viandantes; inocentes en cualquiera de los casos.

Pero ¡vaya tela! Ya me fui por las ramas.

Como iba diciendo, sentado esperaba en mi butaca a que el día transcurriera con ese semblante de normalidad que siempre aguarda en esta festiva semana. Sin embargo, el doloroso viernes, a medio día, sin esperarlo (en realidad sí), se presentó borroso.

 Recuerdo cómo la avenida de «la Borbo» —esa que tan buena rima acoge con tan solo pronunciar su nombre— «cocheros y motoretas» hacían cambiar el rubor de los discos, y de qué manera; siempre al antojo de los pilotos —inexpertos o veteranos, aquello daba igual—, para rular por encima de la moneda de cinco céntimos y procurar un inesperado giro para luego emprender la senda por otro lugar que le restase algo de tiempo a su transitar. Mas esto no se produciría, pues los aledaños de la estación de San Bernardo se parecían más a una noche de conciertos en el Estadio de la Cartuja, que al subterráneo de la boca de metro. En efecto, todos aquellos vehículos iban apelotonados, y sus conductores ataviados con el cinturón del desacuerdo y de la poca cordura que se viste cuando la prisa apremia —muchos de los cuales siempre van en busca de gresca—. ¡En serio! El «vísteme despacio» no vale cuanto también la ronda histórica, para no ser menos que la de ampliación del tranvía, mostraba la gran envergadura de su obra; dos carriles menos —parece que bien traída (como dice mi amigo Roque) para mostrar la sincronía con la de Luis de Morales—. Y así, ambas ya de acuerdo, provocaban ese extraordinario caos de neumáticos, pitidos y polución.

No sé si preludio o presagio, pero, reitero, ya hube cogido mi butaca para ver tan magnífica apuesta por el desastre. Y fue ahí cuando me planteé cómo acontecería esta semana que todavía, y así misma, quedaba por dibujarse.

«¿Cuál de las obras se llevará la palma?», me pregunté mientras buscaba ese rinconcito desde el cual vislumbrar el mejor tumulto de pasos, ceras y cofradías que se darían cita desde ya hasta el final de la siguiente semana. Sevilla es lo que tiene.

Acomodado, sentí que los despistados, a juzgar por el trasiego, estaban disfrutando de un día de propia medicina. Sí, confieso que me alegré por ello. Aunque supe que a la postre también yo caería bajo las garras de esa desesperación —como así fue—. No obstante, eso sería más tarde. Ahora me hallaba feliz y emocionado ante tales hechos.

Ya me imaginaba lo que nos esperaba durante esa semana: hileras de capirotes, la siempre amenaza de lluvia que hace replegar el gentío hacia los sagrados templos, los «Mahoneys» cortando las entradas a las calles céntricas, también las salidas, bajo el esfuerzo interesado del conductor —bien de 2 ó de 4 ruedas—, que por «cojones» tiene que acceder, sí o sí, y si no; también, por ese lugar. Provocando con ello, tras su pregunta (con autorespuesta), largas colas de pitios y broncas.

Por demás, las hileras de penitencia, siempre guiando al paso, marcarían las pautas. Cofrades y cofradías engalanarían la ciudad. Mientras que muchachas y mujeres, con sus portes y elegancias, darían la belleza a una ciudad que con tan colosales obras parecía haber perdido ese encanto que siempre ha poseído, aunque aún, afortunadamente, podría apreciarse el penetrante olor a azahar.

Ya vislumbraba cómo los niños irían engordando sus bolas de cera bajo los cirios de la penitencia; padre o madre tras ellos para no perderlos de vista entre la muchedumbre; transeúntes agolpados bajo el replique de tambores; los bajos de los trombones y las siluetas dibujadas por las melódicas cornetas sonarían como en tiempos de Roma, por toda la carrera; las videocámaras, desde las terrazas, disfrutarían. Otros, entretanto, se quejarían de por qué tal o cual cofradía todavía no llegaba hasta ellos.

Sin querer recordé cómo el día anterior, conversando con una guía turística, reímos tras comentar lo que los cocheros les decían a sus clientes cuando los paseaban por la Casa de Pilatos.

Volví, sin más y de forma inevitable, a mi presente, pues seguía sentado en mi butaca. Pensé en cómo acontecerían las noches venideras, cuando las alfombras de las calzadas no desaparecerían del suelo y ninguna de las calles se cerrarían al paso del gentío durante “la madrugá”. Y las obras, por primera vez, creo, tendrían personalidad propia, también protagonismo.

Irremediablemente capturé episodios anteriores, ¿acecharía la calor en este frío abril? Ya imaginaba los cruces de puentes, la gente cruzando bajo los toldos del puente de El Cachorro. Esta vez, muy a mi pesar —¡Ay!—, me perdería la salida y la entrada del Cristo de la Expiración. Y lo más “duro”, cuando los sevillanos quisiéramos darnos cuenta, la semana ya habría pasado y volveríamos a la rutina, aunque a las obras todavía les quedaría cuerda.

«¡Jajay!», reí (por no llorar) de forma reiterada, sosegada e incansable. Mas, de pronto, me asaltó la duda; me hallé atrapado entre tanta gente y recordé que hoy era día de capturas balones en las redes de los visitantes. Me asusté, por poco no me transformo en presa de mi propio y mal deseo.

Así que corrí tanto como pude, por poco me quedo fuera. Hasta que al final… tres, dos, uno.

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