PALABRERIA

No es cosa de magia

 

Escuchado «Mother», de Michael Bublé, me procuré un raro recuerdo de cuando fui menor de edad —cabalgando a medio camino entre la infancia y la adolescencia— y llegaba a casa después de visitar a mis bisabuelos; todo estaba por hacer.

 

 

Mi madre, tras la agotadora jornada de trabajo —extasiada quedaba tras el arduo día— se veía obligada a enfrentarse al nuevo reto del ordenamiento diario que siempre, sin más, terminaba quebrándose, y que, como la colina que se ha de reconquistar, otra vez había que recomponer, aunque ello supusiera un serio impedimento para disfrutar de lo poco que le restaba al día para convertirse en noche.

En efecto, siempre ayudada por mis hermanas, con firmeza se prestaba a combatir contra las malditas e indeseables tareas domésticas, mientras nosotros; los varones —por cuestiones de la crianza tradicional— nos librábamos de la quema.

No obstante, y a pesar de nuestros muchísimos esfuerzos por convertirnos en desertores de lo doméstico, terminábamos siendo capturados para, de un modo u otro, traicionar nuestra bandera para complacer a la “costilla enemiga” colaborando en las hirientes tareas del hogar, siempre durante el fin de semana. Lo que a continuación vendría, se nos hacía cuesta arriba, como a cualquier otro que se ofreciera a todo proceso de ayuda.

Aparte de esos, y por más que quisiéramos los varones, nos resultaba imposible escapar de los duros matinales dominicales impuestos por ella, pues —así lo recuerdo— durante muchas de las sabáticas mañanas (me es imposible precisar la estación del año en la que se producían los acuerdos de los tratados de paz) y con gran sutileza, mi madre la cama nos hacía para, al día siguiente; el domingo, mantenernos ocupados con el desplazamiento de muebles y otros enseres de acá para allá; un domingo de «acá», y al siguiente, cuando alcanzábamos un nuevo día de descanso, y su propuesta no era lo que su mente le había contado la anterior semana; de «para allá».

Era entonces —igual que lo es ahora—, tras la extraña discordancia del desacuerdo, cuando nuestros rostros se quedaban perplejos bajo el reflejo de tanta contrariedad arrojada por lo viceversa. Nunca alcancé a comprender —tampoco ahora lo consigo— cómo se producía un trasiego tan torpe como innecesario, pues nada era restituido, únicamente se cambia de lugar para luego troquelar una ansiada senda —como si fuera neurona que practica el mismo ejercicio— que condujera a los enseres justo hasta el mismo espacio que antes hubo ocupado. 

Lo más probable, tal vez, hubiera sido el trato de jugar con lo que se quería, mas no se poseía. Cuando la falta monetaria prevalece se agudiza el ingenio, que parece sobrevolar los límites impuestos por la imaginación. Aunque no siempre se posa sobre el suelo adecuado.

Por supuesto que mi padre emprendía su plan de fuga, pero si mi madre no lo atrapaba a la ida lo hacía a su regreso.

Mueble tras mueble era desposeído de todo objeto que por descuido pudiera ser precipitado al suelo; cubertería, figuritas de escayola, jarrones de cristal, pequeños cuadros que encierran hermosos recuerdos y ciertas cosas más que ahora no alumbro a ver en este cofre que tengo por memoria, pues han pasado muchos años; lustros, décadas, tal vez sean tres décadas las que corrieron a refugiarse bajo el paraguas del tiempo. Incluso habría que añadirle algún año suelto a la cifra.

Pues bien, pasado el tiempo, ahora soy yo el padre que busca el escaqueo, pero que gustosamente y a regañadientes, al final se ofrece a los vaivenes de tableros y enseres que en breve quedarán en desuso y restituidos por otros que también tienen sus días contados, pero que aún queda por establecer la fecha (seguro que ella lo sabe).

Mi esposa, sin nunca haber hablado de ese tipo de batallas con su suegra, llegó a la misma conclusión que mi madre. No era la primera vez, aunque eso da igual, pues siempre parece ser, a los ojos del vago, un impracticable ejercicio que nunca se llevó a cabo.

Y, sin embargo, allí estaba yo. Por supuesto que con mala cara, pero mano firme, pues, por muy mal que se disfrazase la cosa, jamás quise que esta se hiciera de mala manera. La trinchera fue cosa mía, la estrategia y planteamiento de mi mujer, lo mismo que se hacía en casa de mi madre. E igual que hizo mi padre por aquel entonces, hice yo ahora; sin esperarlo volví a ese de «acá para allá» que nunca me agradó.

Mi hijo entró por las puertas y, al ver su cuarto desprovisto de sus viejos hábitos, se alegró. Y tanto lo hizo que llegó a pensar que sería él el encargado de adornarlo. Y claro, le habló a su madre de su idea:

«Así está tal y como lo quiero», le contó. «Así que ¿para qué vestirlo de los siempre molestos y salientes picos de madera?». Más, como décadas atrás hiciera su abuelo, no esquivaría el conocido futuro que de forma irremediable, como si de la refinada historia de los sumerios se tratase, tiende una y otra vez a repetirse.

—¡Ah, hijo! —le dije—. No van por ahí los tiros. No es cosa de magia. Las decisiones nunca caminan por la misma vertiente que pretendes.

Pocas horas después se tropezó con esa primera esquina de madera y… tres, dos, uno.

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