La nueva batalla de otra guerra
Allá que íbamos otra vez, la segunda y definitiva vez —al menos eso dicen—. Otra vez a la lucha de siempre, esa que todos, desde hace más de un año, tenemos. Aunque hay quienes dicen no temer. El enemigo es duro, invariablemente despiadado e invisible. Sabe ocultarse tras cada aliento, tras cada negación, tras cada desacato al orden, al nuevo orden establecido.
Yo, como escudero que siempre fui, manejaba las riendas de aquellos que, por la singularidad de la vía, circulaban sin poder rebasar el medio centenar «km/h»; siempre en tercera. La llegada se produjo, sí, pero la… (el muchacho, el escudero, no sabía bien cómo describirlo) piedra, el muro. Sí, el muro de piedra (creyó hallar la expresión apropiada) no cayó; nadie pronunció el “ábrete sésamo” preciso para que las agujas marcasen las 16 horas. Tuve que compartir el disfraz, en ese instante y en otros venideros; ora escudero, ora mentor.
Como mentor, en esas, tuve que convencer a la general (enfatizaba) para no emprender una retirada; ya no había marcha atrás; no cabía más solución que afrontar el embate. Ella, la general, favorecida por mi pronta resolución, aceptó mi propuesta para hacer caer el reloj a modo de un nuevo cabalgar y, cuando vinimos a darnos cuenta, la “en punto” había sido sobrepasada. «Enfrentémonos pues», le dije. Ella, sin más vacilar ni reticencia, aceptó.
Volví a la postura de fiel escudero, buscando un resquicio que nos alejara de aquella mala, brillante y cortante sombra resplandeciente. No obstante, me dividí. (El mentor sujetaba con fuerza el acento de acompañante y guía, lo mismo que el escudero). La caminata fue larga, mas no tan dura como enfrentarse al hipodérmico enemigo.
(Una vez adentro y pisando aquel pulido cemento vestido de azul, el mentor sintió cómo el calor se fue, dando paso al frescor del interior de la nave. Ella también. Y con ese mismo adverbio; «también», no le comentó sobre su nerviosismo, mas él; como escudero o mentor, así lo percibió).
Todo parecía un atolladero. Los que allí estábamos, escuderos y caballeros, plantábamos cara a la guerra. No obstante, la distancia nos posicionaba —sirvientes y generales— como cobardes a punto de eludir el embate. Aquí, sobre este campo de batalla, la unión no hace la fuerza. Pero, para entonces, el enfrentamiento era inevitable. Primero la serpentina del camino, luego la primera toma de contacto; ahí surge un nuevo implante: “A1772”.
(Cada cual tendría su insignia, su firma, y una bandera bajo el mismo bando; el que nace contrario al enemigo. Tal vez, tan solo se trate de un subterfugio y no de una victoria).
A continuación, un nuevo flanco sobre el que pisar. El azul del cielo se rompe sobre nuestros pies y rezuma ciertas líneas curvas que antes no habíamos visto —y sin embargo, antes, lo habíamos visitado—. También algunas rectas pero de un color distinto, ambas nos dejan entrever, a mí como fiel escudero y a mi general, ella, como dura combatiente, que aún nos queda por batallar. Nuevo trasladar, nos hace mantener la distancia con el enemigo e invasor (también con el compatriota, mucho más con él), pues este se esconde tras el fuego amigo.
La serpentina cae, entregamos el implante; la insignia, y se nos da un nuevo destino. Pregunto a ella, mi general, dudo de su fortaleza; responde con un pronto “no”, y también con una afirmación de seguridad que no hace más que fortalecer mi idea —esa de que ella soporta el miedo tanto como yo—. Pero no es mi combate, no soy yo quién ha de enfrentarse con el enemigo. Pese a que me atormenta, no es mi momento.
Pronto o tarde —¡qué más da!— podré luchar por mi cuenta, no necesitaré ni escudero ni mentor, sí el implante, el mismo implante con el que obtener la licencia para dejar que el enemigo me aborde, me domine. Sí, dejaré que crea que me ha dominado y entonces estará perdido.
(El muchacho deja de batallar sobre su conocido futuro inmediato. Ese verbo del “qué más da” no le da consuelo, tampoco fuerzas. Sin embargo, tendrá que afrontar lo que venga con la misma valentía que ahora, en este corto tris, lo está haciendo ella).
Nueva orden, nos dirigimos hacia la diagonal; posición norte (tal vez con algunos grados de inclinación hacia el este). La estocada está preparada, el brazo también. Ella se detiene un poco; paciencia no le sobra, pero ha de acatar a las andaduras de quienes la preceden.
Armada con su escudo, con valor y con temor, obviando las líneas que la separan del suelo —de esa pared dividida en dos hacia la cual no quiere mirar—, se aferra al telón que pronto caerá para darle la opción de conseguir una efímera victoria qué, quizás, en el mejor de los casos, le dé ventaja para vencer al enemigo cuando de verdad este se acerque, la atosigué y pretenda devorarla. Yo me aparto por muy corto espacio de tiempo, también de distancia; las líneas se cruzan bajo aquel frío suelo.
(No importa su color ni temperatura: no es más que otro campo de batalla al que enfrentarse. Al pronto, su escudero comprueba cómo ella es atacada. Lo sabe, ella lo sabe, siente su traicionero aliento bajo la metálica y delgada aguja. Él, su escudero, sabe que con ello el miedo caerá, aunque todavía desconoce hacia qué lado de la balanza).
Sus pisadas son lentas, imprecisas y no aplomadas. Con esa incertidumbre en el andar se mete la general en la boca del lobo, sigue con su nerviosismo, su octogenaria sangre es incapaz de engañarme, pero me hago el sueco, sigo a su lado, avanzamos por el frente mientras el azul cielo del suelo se ha transformado en mi mente —y supongo que también en la suya— en una senda que nos conducirá a la emboscada en la que ha de caer y, como cordero al matadero, la general se enfrenta al enemigo, deja que este la posea.
Tan solo es una estrategia más. No tiene nada que ver con las armas de mujer. El enemigo no entiende de género, tampoco de estrategia. Y, por más que se considere vencedor, de aquí saldrá perdiendo (es la esperanza que le queda al escudero o mentor, también a ella y a cuantos más se enfrentan a la realidad del enemigo).
Los cascos aguantan la estocada, la armadura parece que también, el criminal, asesino y ladrón se mete en sus huesos. Yo lo veo desde la barrera sabiendo que, más pronto que tarde, tendré que pasar por el mismo aro, mismo sometimiento, misma esperanza, aunque nadie me sostendrá por el brazo. La derrota —la aparente derrota— se produce al instante. La general queda recluida bajo el templo del enemigo, está a su merced.
Sigo desde mi barrera. Me acerco a ella, la acompaño a sabiendas de que ya no es ella, ahora se halla infectada por la mirada del asesino que descansa sobre su sangre. Él, implacable y despiadado, tanto como antes, buscará la forma de poseerme sin que yo vuelva a pisar ese mismo escenario; el suelo azul manchado por los colores de las rayas rectilíneas y curvas (el mentor ahora sí las aprecia con claridad. Se fija en su horizonte y observa los destellos de cuero que, con tan poca imprecisión, dejó su huella en la pared; en la celeste, también en la blanca).
Nos adentramos en el templo del enemigo, las mazmorras no son tan fieras, la humedad quedó transformada en simple frescura, aunque afuera, en el exterior, el astro rey ahora brilla con menos fuerza (así lo ve él, que pretende escapar cuanto antes de los minuteros que la enfermera les ha impuesto como suplicio; media hora de calma).
Es, en este soplo de tiempo, que parecerá infinito, cuando veremos quién domina a quién, si el enemigo o si la general. Pienso en ese tramo de la historia que siempre tiene como portador al antagonista frente a la mujer (más bien al invasor, pero el escudero no lo percibe así y sigue relatando), ese Marco Antonio junto a Cleopatra. Pensará en derrocarla, prostituirla a su antojo, dejarla asolada, a ella y a todo lo que le rodea. Querrá poseerlo todo.
Sí, Cleopatra también se dio a poseer, se entregó al enemigo, en este caso sí resplandecieron las armas de mujer, pero persiguiendo el mismo objetivo; destruirlo para siempre. Aunque la verdad: no recuerdo haber estudiado esa parte de la historia, y tampoco me importaron tanto este tipo de películas como para saber cuál de los dos quedó en pie (el escudero se pierde en su propia mente buscando ese resquicio de triunfo). Dejo de lado tal batalla, ¡qué más da! Aquello ya pasó: solo son reminiscencias.
La observo, se sienta sobre aquella piedra que tiene por soporte las cuatro maltratadas y rotas bolas que, con tanta fuerza y saña, fueron golpeadas por las cuerdas cruzadas de la guitarra deportiva —aquellas que siempre rompía el tenista estadounidense bajo el lema “la bola sí entró”—. El mismo enfatizado enfado queda reflejado en cada una de las amarillentas y desgastadas esferas que protegen a lo azul de ser rasgado, como si pretendiera no hacer enfadar a las falsas nubes de aquel falso cielo.
Me pide que la acompañe en su destierro, duda de si será su último aliento y, en caso de que el enemigo la devore, no quiere estar sola. Obedezco, me postro a su vera y conversamos sobre los actuales paisajes temporales; noticieros cargados de prensa rosa y de la falacia que el dinero, entre tanto enemigo, deja entrever.
Afloran los sentimientos de impotencia por esa actualidad, la mentira se cierne sobre la verdad, siempre lo hizo. No obstante, ella, ahora, con sus cartas, juega al mismo lance. El enemigo se cree claro vencedor, mas no sabe que su ejercito fue diezmado y sus fuerzas debilitadas. Sin embargo, no hay que subestimarlo, aún no. Estos primeros instantes serán cruciales, pues si se ver perdedor buscará una manera de derrocar a su huésped.
(Los derroteros nos conducen hacia el exterior, se intenta desencarnar la batalla, obviar lo obvio y dirigir la mirada afuera de aquel estallido. El murmullo sigue presente, las miradas son dirigidas hacia un futuro. El mentor intenta animar a su general, a ella. Lo consigue, o al menos eso piensa. Ella también, no le quedó más remedio que afrontar las consecuencias de lo inevitable. Ambos contemplan la suciedad, el desdén, la falta de pulcritud postrada sobre el magnífico y amplio escenario que, desde hace días, dejó de ser diáfano para acoger a tantas y tantas batallas de una misma guerra, todas ellas con escudero y combatiente).
La hora avanza con pies de plomos, ¡cuán largo se hace la espera! Se pretende avanzar en dos direcciones, aunque resulta preponderante la oculta victoria. Los alargados minutos, no obstante, siguen sirviendo como posibilidades de un fallido destierro. El enemigo se tragó el anzuelo, de momento. Ella habla, yo escucho. De vez en cuando respondo y sigo con mi deseo de que el tiempo pase y supere a la impaciencia. Pronto se dará cuenta de que fue vencido, en su propio terreno, en su propio campo de batalla (es el deseo de ambos; escudero y ella, la general).
Ya, 5 nos separan del descuento, el partido ya quedó sentenciado. No aguanto más, ella tampoco. Y decidimos marcharnos con el enemigo apresado —dentro de ella—, latente pero inamovible. Ella no lo dice, pero lo desea tanto como yo. Parece que su nerviosismo desapareció, parece que se encuentra bien. Tengo la sensación de que ha salido victoriosa de la batalla, de la trampa. El enemigo ya no parece tan fiero, aunque nunca hay que fiarse, pues no se trata de despellejar al oso, sino de contenerlo.
La batalla terminó. Salimos a galopar, triunfantes en esta dura contienda. Mañana será otro día y tendremos que afrontar otra guerra muy distinta: la química. Esta, cruel, hace tiempo que la di por perdida. Las alas de mi anfitriona, mi general, ella, quedarán irremediablemente quebradas. Son los vestigios de una partida de ajedrez contra un experto contrincante. Sabemos (ambos lo saben, todos lo saben) de qué lado se inclina la balanza. La batalla terminará cuando el experto quiera practicar su jaque mate: nos queda esperar. Mientras tanto, seguiremos saboreando esta guerra que ya pasó.