LA CARTA (marzo de 2021)
Estimada doctora, he de comenzar esta carta disculpándome ante usted por no mostrarme de frente, tal y como antes lo hacía. Mi malestar me hace ser incapaz de trasmitir, durante un careo, mi pesar.
La conversación mantenida la semana pasada quedó abruptamente interrumpida por mi negativa a someterme a su metodología, nunca me gustó que nadie indagase en mi mente, y mucho menos a través de la regresión, pues considero esta una falsa ciencia.
Sin embargo, y atendiendo a su idea; la de ayudarme, he de decirle que por aquí, a través de este método tan rústico y obsolescente como son las cartas, sí soy capaz de contarle aquello que tanto me aterra. No sé, con todo lo que para mí ha trascurrido, si fue algo que viví o que, en anteriores conversaciones, con usted o con otra persona, ya relaté. El sueño, sin más, es recurrente, aunque cada vez avanza más, parecen reminiscencias de un pasado que nunca viví.
Me despierto, soy un niño, mi piel es de un color distinto, mi vista la confunde bajo esa oscuridad, ese color marrón que me envuelve en la densa niebla sobre la cual me sumerjo dentro de aquel enorme y a la vez tan pequeño espacio. Todo se muestra oscuro, más sé que es de día.
Alzo la cabeza, los tragaluces esquivan los rayos de sol. Sí, es de día. Pero para mí todo es oscuridad e incertidumbre. Discernir la paja no es cosa fácil pues parece que estoy en un granero. No hay animales ni personas ni otros seres, en su interior no se aprecia ni una pequeña brizna de ruido. Las multitudes de minúsculas motas de polvo se dejan ver entre los destellos de luz que las grietas de la madera son incapaces de sostener.
Siento cómo mis pupilas se dilatan, se adaptan al ambiente. Me toco la cabeza, me siento sucio, mi corto cabello ha quedado desteñido por el mismo color, ese monocromático marrón que me envuelve y que es lo único que veo, salvo los salvados halos de luz.
Sin más, me miro las manos, la primera impresión es de miedo, pues estoy maniatado. Las recias cuerdas, también son marrones. Mis manos son pequeñas, mis dedos son como los de un niño. Con mi pulgar me rozo las yemas de las demás falanges, no hay aspereza, solo ese color marrón. Las recias cuerdas presionan sobre mis muñecas.
Me toco mi rostro imberbe, mis pegajosas mejillas me advierten de que he llorado, y mucho, pero ahora no lo siento, no lo escucho, mas no estoy sordo, tampoco ciego, pero ese maldito espacio en monocromo me mantiene aturdido. El olor no es de tierra mojada, huele a paja, a serrín, a serrería. Sin embargo, no hay maquinaria ni herramienta alguna, solo polvo y desasosiego.
Me levanto, veo la puerta del… granero. Sí, eso parece, un granero, o tal vez un barracón. Un barracón en el cual estoy recluso. Intento caminar hacia la puerta, pero algo me frena. Observo mis manos y mis pies, los grilletes no me permiten acercarme al pomo, pero sé, porque oigo voces afuera, y no aquí dentro, sé que alguien espera a que yo derribe la puerta. Ellos podrían, lo sé, pero no hacen nada. Es como si tuviesen miedo de mí. Entonces también siento miedo; miedo de ellos, miedo de mí, no me reconozco.
No puedo aproximarme a la puerta, pero sí puedo acercarme a alguna de esas ventanas. Miro a través de las estrechas ranuras, el nervio óptico es tan pequeño, preciso y, en ciertas ocasiones tan determinantes, ahora es necesario, que puedo mirar a través de ellas.
Lo primero que hago es mirar al cielo; azul y luminoso. La sensación de desasosiego no desaparece; ya sé que no estoy muerto, pero aquello parece una extraña transición. Lo normal ahora sería ver una ensordecedora hilera de almas que gritan por salir de allí, por subir a la barca, pero sin dinero y, por muy apuestas que se tengan, no conseguirán llegar a la otra orilla. No hasta que el barquero se apiade de ellas, para entonces habrá pasado un centenar de años. Pero no es mi caso, lo sé porque vislumbro ese azul, esas nubes y esa falta de edificios.
¡Esa falta de altísimas edificaciones! Aquello me dice que no estoy donde debo estar, en mi Sevilla. Corriendo reparo en el suelo, le pregunto a desnuda, seca y árida tierra, y ella me responde: tampoco estoy en Lantejuela, no conozco el lugar. Me detengo, me siento y comienzo a llorar, y luego no sé qué más sucede.
Al rato despierto, la escena se repite. Es como si me hallase bajo un mismo son, el blues ya ha llegado a su segunda parte. La escena se repite. Sin embargo, hay algo diferente, ahora sí recuerdo mi llanto, mis manos, mis ataduras, y sé que el color azul, oculto tras la rendija, es mucho más amplio que el marrón sobre el que ahora vuelvo a posarme. Sí, así es como me siento, dentro de un blues. En su segundo tramo. Y sé que repito todo lo ya ha trascurrido durante aquella primera parte. Era de esperar el obtener un mismo resultado. No obstante, ahondo un poco más en el lugar, la sensación de lo ancestral, un tiempo pasado, donde muchos años atrás quedaron enterrados; tres siglos atrás es donde ahora me hallo. Sin embargo, el granero, el barracón, no parece tan rupestre. Tampoco los vi jamás. Sigo con la misma sensación; estoy en medio de la nada. No hay ciudad ni punto cardinal al que poder sujetarse para obtener una orientación. El espesor del aire tampoco da pruebas del lugar. De nuevo vuelvo a dormitar.
No sé cuándo, pero otra vez despierto, y ahora recuerdo que aquella es la tercera vez que ocurre, el blues está terminando, más aquí tiene que resolverse; es lo que demandan las anteriores voces.
¡El blues! ¡El barracón! Son imprecaciones de un sueño mal vivido. Esta vez lo sé, me levanto ágilmente, me dirijo hacia la puerta, está cerrada. Hoy tampoco volveré a salir de aquí, pero no desfallezco, recurro a la ventana. Oteo el horizonte, los seres están ahí, el marrón de suelo, mezclado con el azul del cielo me dicen que estamos en la ancestral África y, sin embargo, jamás pisé esa acogedora tierra. Reminiscencias de un recuerdo que nunca tuve, o de aquellos pasajes de los que tanto me habló Quinet.
Un susurro brota en esta parte de la historia, del blues, son las motas de polvo. Antes, en las otras partes de la canción, fui incapaz de interpretarlas, mas ahora sí puedo determinar de qué se trata: una voz que suplica para que me quede despierto y no vuelva a dormirme.
¡No, no, espera! Me digo. Creo haberme equivocado, pues los seres que allí veo, con el mismo color de piel, que ahora tengo, es el mismo color que Quinet posee. Su lengua materna, la de su madre y no la de su padre. Sus creencias, su religión. Los barracones de los negros esclavos que llegaron a Cuba. El triste blues, el sonido de una esclavitud que hasta allí trasportaron. Presto atención a lo que dicen, mas no cantan.
Así trascurren los días para mí, una y otra vez la misma cantinela, el mismo blues; idéntica resolución, la de saber, la de encontrarme a mí mismo, pero sin poder moverme.
Sin embargo, ahora sí sé dónde estoy: aquí, recluido en mi mente.
Mis manos, mi deseo, mi penitencia, mi castigo.
Mis pies, mi posición, mi erguida postura.
Las ataduras, esta cama y mi imposibilidad de despertar.
El marrón, la habitación sobre la cual descanso y de la cual no puedo escapar.
Las voces de los oscuros africanos, las blancas batas de médicos y enfermeras que pasan una y otra vez por mi sala.
Los destellos de luz, la esperanza de que alguien me anhela, me quiere, se preocupa por mí: Leonor, mis padres, mis amigos.
Y la susurrante voz que me pide que no me aleje, a esa la desconozco. Me habla como si fuera mi madre, pero no lo es. Aunque no estoy seguro. Quiero decir que no estoy seguro de que mi madre sea mi madre y no la de esta mujer que ahora me susurra y me solicita que me agarre con firmeza a la vida.
Así de descriptible, doctora, fue mi paso por esa cama de hospital a la que por tantísimos meses permanecí bajo este profundo coma. Es una sensación de dolor e impotencia que no se la deseo a nadie. Siempre he sido una persona introvertida, por eso fui incapaz de contarle, cara a cara y frente a frente, cómo me sentí durante tan largo tiempo. Sin embargo, y con todo esto, lo más preocupante para mí es la duda: ¿Cómo conseguí salir de ese letargo?