PALABRERIA

El entierro de la nutria

 

¿Y a quién no le gusta el sentir de la nutria?

Es algo que me he preguntado en ocasiones, y no conozco a nadie que haya querido evitar su encanto. ¡O tal vez sí!

 

 

Puede que la búsqueda de ese sentir sea, de algún modo, algo obsesivo, no solo por mi parte, sino por parte de todos. Habrá quién lo entienda como un mal vicio y no como algo que forme parte de nuestra naturaleza. Por demás, siempre ha estado ahí, presente en nosotros, desde la adolescencia, cuando supimos de su existencia.

Tal vez, puestos en la materia, haya algún ateo en la misma. Supongo que algún ser descarriado —ese que a todos los campos acude y que en todos ellos riega su extraño discernir—, los y las conozco. ¿Caí pues en el error? Por supuesto que siempre existirán quienes tengan que protegerse del sol con sus amplias vestimentas; pura excepción. Pero no me refería a estos.

Sea del modo que fuere, tarde o temprano surge el encuentro. Aunque quizá pudiera dar paso al más que poco improbable desacuerdo: el rechazo, o la ya conocida excepción.

Acertadamente la nutria no piensa en otra cosa que no sea introducirse en ese corto letargo y jugar con sus síes y noes hasta alcanzar su cenit. No obstante, en cuanto a ese sentir de la nutria: da igual si la navegación va de arriba abajo o si lo hace de abajo arriba; da igual lo oscuro y profundo del túnel (si es que este existe), pues igual podría ser un puente de luz que cruzar —a lo más que llegará será hacia una bandera que arriar—; da igual quien con sus actos y gestos aporten la leña que haga saltar esa chispa que, a fin de cuentas, mantendrá a la nutria bien despierta y activa. Lo importante es que no quedará entropía alguna durante su labor; la de la nutria.

Su esfuerzo, que en principio podría quedar mermado bajo la apariencia de la inseguridad, satisfará por igual, sin importar género o número. Porque, por muy fría que esté la cueva, la sentirá acogedora y tras un ínfimo análisis —si es que este se produjera— se meterá y realizará en ella la misma labor de siempre, hasta alcanzar su cometido. Luego caerá rendida en ese plácido sueño; ese que todos, quienes alguna vez hemos sentido a la nutria, conocemos (sea bien un recorrido, un choque de impresiones, o la misma meta).

Es cierto que los depredadores nunca cesarán en buscar la vigorosa naturaleza de los formidables objetos en los que detenerse para admirar su contorno (elucubraciones y pálpitos incluidos). La nutria es uno más de ellos —un depredador a la vez que admirador (incluso también admirable, pues juega en ambos bandos la perspectiva)—. Tal vez, en esta materia, el qué más. Empaque y humedad no le faltan para atrapar a su presa, o dejarse atrapar por ella (algo que sucede muy a menudo. Por más que se observe, no es tan resbaladiza como se piensa). Sin embargo, no es menos cierto que acá —como en muchos otros encuentros— ayuda mucho el escenario y el entorno, pues, en la mayoría de casos, la nutria es un cazador solitario. Puede que ataque de noche bajo el manto de la comodidad —y, como siempre, habrá excepciones—, pero acecha y ronda durante todo el día.

En la práctica —nuevamente en este punto brota la excepción—, y aunque paciente la nutria se muestra, ha de alimentarse a diario. Bien puede pasear por la ribera sin echar la caña, pero su olfato siempre alerta, le avisa de las posibles presas. Su portador, ese río de desconsuelo, con sus troncos a la deriva y sus añejos momentos, siempre le permiten avistar todo cuanto a su paso se cruce.

 

Así que tenlo en cuenta; cuando vayas a enterrar a la nutria acuérdate de nosotros. Pero tenlo bien presente, que el gameto no… porque, de lo contrario… tres, dos uno.

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