PALABRERIA

Dos y tres de balón

 

—¡El césped mal cortado!

—¿En serio lo crees? Recuerdo aquella vez, una treintena atrás, cuando el locutor decía: «dos minutos para el final y el césped sigue creciendo».

—¡Vaya! Otra vez el ciego replegando su bastón.

—¡Sí! Ese que cada jornada se sienta dos filas más abajo.

—Tendrá que gustarle mucho el juego para pagar cuando podría escuchar lo mismo en la radio. Me refiero al resultado, aunque comprendo que la emoción no ha de ser lo mismo.

—Me atrevería a cerrar los ojos para sentir lo que él siente, pero entonces me quedaría durmiendo, la pasada noche fue larga.

 

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El partido comenzó y, a juzgar por esos primeros toques a la pelota, nada espectacular durante el primer tiempo se iría a producir. ¡Acertamos!

«Dos y tres de balón», cantaba el loco durante la primera mitad del encuentro, que se alargaba como la sombra de un campo de girasoles en agosto. Mientras, el jugador atacante; el casero, con tantas bicicletas que dibujó a su contrario, terminó por perder el esférico. La afición se desgañitaba con sus cánticos y alaridos. El portero visitante daba por bueno el empate, caminaba con la parsimonia de la tortuga tras la agotadora jornada de sembrar sus huevos en la arena.

«Tenemos otro importante el jueves. Así que calmaos, hijos de puta», gritaba el entrenador del equipo local a los jugadores del equipo contrario. «¡Que no vamos a llegar!», repetía una tras otra. Ya pensaba en la siguiente jornada futbolística.

—Nunca comprendí por qué se le apoda «el míster», como si hubiera que utilizar un eufemismo, como si tal profesión fuera algo deshonesto.

Los nuestros sufrían las faltas; esos tobillos delicados (bajo la teatralidad en el terreno de juego) le arrancaban segundos al partido.

—Pero es que los del otro equipo, sin motivo, sin desgaste, también se dejan caer sobre el recio y mal regado campo.

Y ahí se quedaban. Toallas de playa tendidas parecían, con su lima limón de colores, cuando se dejaban caer a ese césped mal cortado. El espectador quedaba a la espera de una pronta resolución. Sin embargo, seguían allí, tumbados, como adolescentes en la playa observando a las sirenas y esperando a que estas los llevasen a las profundidades, donde a la nutria le gusta jugar a enterrarse.

Los taconazos al aire quedaban sin destinatario. Y claro, ya se sabe: el cartero siempre llama dos veces. Pues así durante todo el primer tiempo.

—¿Y qué decir de esas peleas de cuando éramos infantes? Ahora quedaron reflejadas en las acciones de estos peloteros profesionales. Y así se llegó al descanso.

Ya en el vestuario, el casero entrenador repetía la preocupación por su próximo encuentro.

Nueva pisada al mal verde, el segundo seguiría con esa misa tónica. Vuelta al escenario que comenzamos con un gol cantado, pero en chino, fallido.

Alguien relataba, con el acierto del papel de fumar, cada fallo y cada tropiezo de los locales. Algún delantero buscaba la quinta, y terminó por llevársela, la próxima semana descansaría.

Por demás, alguna espectadora se quejaba:

—¿No hay ningún otro del equipo visitante al que le saquen la amarilla? ¿Siempre a los nuestros?

Su acompañante le quitaba hierro. Otro, ante el lanzamiento de una falta directa, preguntaba cómo era aquello, y si se trataba de una de las toallas a las que yo antes hice referencia y vociferé a quienes me rodeaban.

—¡Qué no hombre! —gritó El Marchena mientras él primero insistía—. ¡No! ¡Pepe…! —Y claro, tuve que girarme y argumentarle:

¡No! Eso es nuevo, de esta temporada. Al tío no le pasa nada. Se tumba en la fresca. —El tipo asiente, ahora comprende y se calla. Yo, en cambio, que caigo en la cuenta, miro a mi señora—. ¿Pues no decías que el césped estaba en mal estado? —Ella me mira con extrañeza y me hace burlas a propósito de la nueva norma—. Si a jugador solo le falta que le pongan una Cruzcampo en la mano…

Las jugadas se sucedían, el equipo contrario no atinaba, apenas superaba la línea central para, a continuación, perder el cuero. Este era recuperado por los locales y accedían a colgarlo en el rectángulo adecuado, pero el burlón balón se columpiaba mientras tarareaba el «calling Elvis…» a su paso por la portería.

—¡Tanto llamar! Pronto alguien tendrá que acudir a abrir esa puerta.

—Entonces el marcador se moverá —dijo su acompañante.

—Y entonces el portero dejará de marear en los saques de puerta —añadió un ajeno espectador.

En efecto, le lloverían dos, después de la amarilla, por jugar al despiste. Ya se acabaron el frasco de la paciencia y ahora, aprietan, pero sin cabeza ni estrategia; no llegará el éxito.

Durante el cambio, el espectador de la fila 21 toca sutilmente sobre el hombro de Manolillo, que está en la 20. Luego golpea suavemente sobre su muñeca.

—Ochenta y tres —suelta el joven y prosigue con su observación, pero un mensaje en el móvil lo saca de ella—. El de la 21 asiente y se frota las manos aludiendo con el gesto a la forma que tiene su suegro de celebrar una victoria.

—Seis antes, y seis ahora. ¡No me lo puedo creer! ¡Cómo se alarga el tiempo!

—Todo lo contrario, querida. —Siempre atacando está su marido. Le encanta eso tipo de regateos y esquivos—. Es el tiempo que con tantas caídas se ha perdido. Pero ya da igual. Cuanto más prisa tantísimo menor será el tiempo que ha de quedar.

Por fin: «2 – 0». Resultado final.

—El partido no ha sido gran cosa, tan nefasto como el césped. Pero seguimos los segundos. Es lo importante. —Es lo que más se escucha en la grada.

El respetable sale con un «nos vemos el jueves» y entonces…

tres, dos, uno.

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